En los últimos meses, se ha ido configurando una nueva amenaza para la sustentabilidad de las organizaciones de la sociedad civil en la región: el control político-administrativo sobre las fuentes de financiamiento de origen internacional y local.
A mayo de 2021, al menos cinco países – Nicaragua, Guatemala, Venezuela, El Salvador y México – han realizado avances concretos en el debate y aprobación de leyes que, en la práctica, suponen una mayor capacidad de control gubernamental sobre sus actividades, proyectos y vinculaciones.
¿Qué puntos en común tienen estas regulaciones?
- Su fundamentación política:
El debate se instala desde la premisa de que las organizaciones de la sociedad civil podrían estar recibiendo fondos (externos) para el desarrollo de actividades desestabilizadoras, ilícitas o que comprometen la soberanía nacional. Este planteo se visibiliza claramente en regulaciones como la Ley de Agentes Extranjeros sancionada por la Asamblea nicaragüense en octubre de 2020 o la implementación del Registro ante la Oficina Nacional contra la Delincuencia Organizada y el Financiamiento al Terrorismo de Venezuela (abril de 2021), que incluyen a las organizaciones sin fines de lucro entre los sujetos obligados.
Sin embargo, también se ha visto potenciada discursivamente en las últimas semanas. En El Salvador, por ejemplo, los miembros de una comisión legislativa especial creada a mediados de mayo para investigar el uso de fondos que la Asamblea Nacional había otorgado a organizaciones sin fines de lucro, distinguieron entre ONGs “buenas” y “malas”, adjetivo este último utilizado para referirse a las que tienen “agenda política o partidaria”. A principios del mismo mes, el presidente de México Andrés Manuel López Obrador solicitó al gobierno de Estados Unidos mediante una nota diplomática que retire los fondos destinados a la organización Mexicanos Contra la Corrupción y la Impunidad (MCCI) por considerarla un actor político opositor, llegando incluso a difundir públicamente documentos fiscales con datos sensibles. También el presidente de Nicaragua, Daniel Ortega, se refirió a las ONGs a principios de marzo como “organismos que lavan dinero para desarrollar actividades terroristas y desestabilizadoras”.
- Sus mecanismos de control:
La medida de fiscalización más generalizada es la creación de uno o varios registros que obligan a las organizaciones de la sociedad civil a proporcionar información detallada -y en algunos casos datos sensibles- sobre sus operaciones, fuentes y destino del financiamiento externo que reciben.
En el caso de Nicaragua, por ejemplo, todas las entidades, fundaciones y asociaciones que reciban fondos del exterior deben registrarse como “agentes extranjeros” e informar sobre cualquier transferencia de fondos o activos que reciban para realizar sus actividades, origen, uso y destino. De la misma manera, en Guatemala el Decreto Legislativo N° 4-2020 -recientemente validado por la Corte de Constitucionalidad- obliga a las ONGs a identificar a las personas o entidades donantes, la procedencia y destino de las donaciones y las fuentes de financiamiento externo.
En Venezuela, un proyecto de Ley de Cooperación Internacional largamente ambicionado por el oficialismo habilita al presidente a crear un Sistema Integrado de Registro de Organizaciones no Gubernamentales, lo que más allá de sus aspectos administrativos podría en la práctica funcionar como un resorte de control de su funcionamiento interno. Las mismas dudas generó la creación por decreto a mediados de 2020 de la agencia pública para la cooperación internacional de El Salvador que centraliza bajo la órbita gubernamental los canales y oportunidades de acceso a fondos externos.
- Su régimen de sanciones:
El cumplimiento de las obligaciones mencionadas antes no son solo un requisito para que las organizaciones continúen trabajando en el país. Ignorarlas también las expone a riesgos concretos y diversos. En particular, el inicio de procesos penales o la imposición de sanciones administrativas que, en algunos casos, pueden conllevar al cese de su actividad o la cancelación de su personería jurídica. En México, por ejemplo, una reforma impositiva sancionada en diciembre dispone que las organizaciones podrán perder el permiso para operar cuando más del 50% de sus fondos provengan de donaciones por actividades “distintas a los fines para los que fueron autorizadas”.
La experiencia reciente nos muestra que esas consecuencias no tardaron en hacerse visibles para algunas organizaciones. Apenas tres meses después de que la Fundación Violeta Barrios de Chamorro de Nicaragua se negara a registrarse como “agente extranjero” y anunciara el cese de sus actividades, el Ministerio de Gobernación abrió una investigación en su contra por supuesto lavado de dinero.
La burocratización del régimen jurídico de las organizaciones sin fines de lucro o su falta de reglamentación han servido en el pasado como mecanismo de control discrecional o intimidación. No hay novedad ahí. De esto, pueden dar testimonio las más de 10 entidades nicaragüenses que perdieron su personería jurídica desde 2018 o, ahora, las 24 que figuran en la “lista negra” de la comisión investigadora de la Asamblea salvadoreña que circuló por las redes sociales.
Ahora bien, en este punto es importante dejar algo en claro: lo que estas nuevas regulaciones ponen en juego no es el compromiso de las organizaciones de la sociedad civil con los deberes de transparencia y rendición de cuentas que corresponden a todos los sujetos de derecho público y privado. Es la justificación de su uso bajo un paradigma que criminaliza el disenso sin dar derecho a réplica y que oscurece con un velo de sospecha la intención de quienes plantean la necesidad de trabajar por sociedades y democracias más justas, transparentes y participativas.
Cuando el disenso y la legítima demanda social pasan a ser considerados como maniobras desestabilizadoras, la rendición de cuentas se transforma en la prueba de una inocencia que ya no se presume. Es por esto que las regulaciones mencionadas aquí contravienen la obligación del Estado de proteger y garantizar el espacio democrático para la sociedad civil, un pilar esencial para la promoción de los derechos humanos, la democracia y el Estado de derecho.